viernes, 6 de junio de 2014

DOS FASES DE LA EXAGERACION - CAPITULO XX

I) Exageración del asombro
Después de tanto tiempo de rutina, o de pequeños, mínimos calvarios, el día, hoy, ilumina con su aire resplandeciente, colmado de fragancias. Saben a tibieza, a recuerdos de infancia o de adolescencia, a esa frescura y espontaneidad con la que hacíamos todo tipo de cosas, desde, juntarnos a comer asado en casas de distintos amigos, hasta pedirle a mamá que nos prepare sendos bizcochuelos, luego, nosotros armábamos el equipo de mate y partíamos rumbo al Campo de la Gloria, a pasar la tarde, de pic-nic. No faltaba el que llevaba una pelota y entonces se armaban los partiditos de fútbol a lo potrero; o, a veces, de volley.
Hay una puerta de acceso a esa apertura hoy, más precisamente, desde hace unos cuantos días. La llave de acceso a esa puerta me la ofrece esa mirada profunda y oscura. No es nueva. En realidad, la conozco desde hace mucho tiempo, viene de la época en la que los vínculos se forjaban con tanta frescura y libertad, que esa condición se agigantaba, parecía contener la libertad de toda la humanidad, desde los pueblos que habían estado luchando a lo largo de todo este tiempo, por lograr que se respeten sus derechos, hasta la liberación de toda cadena de dominación. Esa libertad totalizadora, completa, plena, nos otorgaba, al mismo tiempo, una mirada nueva, lista para dejarnos sorprender a cada momento, con cada mínima cosa o idea que surgiera, con cada propuesta que a alguien – a alguno de nosotros – se nos ocurriera. Si uno decía: -¡ che!, por qué no vamos esta tarde al ensayo, llevamos el mate y le decimos a Pindo que consiga facturas o biscochos de la panadería – eso, lejos de ser apenas una buena idea, se convertía en el eje de toda la vida que la tarde nos tenía reservada, no había nada más por esperar, ni especulaciones rondando en la cabeza todo el tiempo, como ahora. En los bailes, por ejemplo, nos gustaba un chico, le echábamos el ojo y, si bien, nos tomábamos cierto trabajo en seducirlo, pasándole por adelante varias veces, o coqueteándole con miradas furtivas que pretendían ser sensuales, cuando, al fin se daba una situación, lejos de malgastarla, la aprovechábamos de inmediato, había acercamientos que hoy resultarían casi bochornosos. El hablar cara a cara y mirarse todo el tiempo, muy próximos unos a otros, era lo más normal del mundo, más aún, así debían ser las cosas, no, de otro modo. De eso se trataba, precisamente, la libertad , nos permitía ese flujo constante de entusiasmo, el hallazgo de todo tipo de sustancia material o inmaterial se volvía alquímica, pues lograba despertar el asombro, ese asombro, todo el asombro del mundo, irreductible, pleno, completo, la alquimia de todo miedo, toda duda, para, sencillamente, ser libres, felices…

II) Acerca del crecimiento un tanto, desmedido, de calabazas

Es sabido que ciertas enredaderas, sobre todo, las que dan por fruto algún tipo de hortaliza o fruta, como es el caso de la planta de tomates, por ejemplo, son de muy fácil crecimiento. Puedo dar fe de haber visto crecer una plantita de tomates en el terreno de adelante, con sólo haber arrojado al descuido alguna semilla de tomate, junto con restos de comida para alimentar a los perros. De hecho, podemos darnos por bien contentos con los buenos resultados de la cosecha de aquel verano. Entre las dos plantitas que al final crecieron, pudimos cosechar cerca de nueve tomates, grandes, muy ricos y jugosos. Pero, lo que ocurrió en aquel departamento, realmente,  no tiene comparación.
Estábamos recién casados y vivíamos en un pequeño departamento ubicado en la calle Santiago del Estero. Era un departamento de pasillo, con un patio, realmente diminuto, pero, para nosotros, esa comodidad bastaba, sólo teníamos a Julia que era bebé. Trajimos al hogar, una perrita peluda y blanquecina, no recuerdo, de manos de quién. Como ese era el único espacio con el que contábamos, la habíamos alojado allí, le habíamos dispuesto una cucha y sólo salía a veces, para hacer sus necesidades. Allí también tenía un comedero. Alguien nos regaló un día una calabaza a la que le di todo tipo de utilidad, desde elaborar dulce de zapallo, comerla en puchero, hacer puré. Restos de esa calabaza se debieron filtrar en las sobras que le dábamos a la perrita, y alguna semilla debió quedar en la tierra porque, al cabo de poco tiempo, sola, casi de la nada, empezó a crecer una planta de calabaza. La enredadera empezó a cubrir, primero, toda la superficie del patio, luego, comenzó a trepar por la pared lateral, por la frontal; todas las paredes del tapial quedaron cubiertas rápidamente por la planta. Eso no es nada. Mejor dicho, era apenas el comienzo. Apenas llegó la época primaveral, empezaron a crecer los frutos. Las calabacitas, pronto, se empezaron a desarrollar y a transformarse en sendas calabazas. No sabíamos qué hacer con tantas. Nos cansamos de comer calabaza y de regalarlas por doquier. Pero hubo una, en particular, que superó todo límite, empezó a desplazar a las demás, a crecer y crecer al punto de empezar a deformarse, a transformarse en algo nunca visto, una rareza. Su cuello empezó a torcerse hacia un lateral y, a su lado, comenzó a crecerle otro, y a su lado, otro, como si fueran tentáculos. Pronto esos tentáculos rodearon el patio, treparon por las paredes, envolvieron por entero al departamento. Al cabo de un tiempo, el departamento entero quedó deglutido por esta corona de calabazas semejante a un pulpo, porque, a decir verdad, eso parecía este ramillete, una de las calabazas ocupaba el lugar central y las otras eran como bifurcaciones. A nosotros, para entrar o salir del lugar, nos había quedado sólo un pequeño agujero. Debíamos deslizarnos por allí, pisar por encima de las calabazas y recién entonces, hallar la puerta que daba al pasillo y luego, a la calle.
Una mañana me desperté sobresaltada debido al llanto de Julia. A juzgar por la oscuridad que se filtraba por el pequeño ventanuco, debía der de madrugada, sin embargo, al mirar el reloj, me di cuenta, de inmediato, de lo que estaba ocurriendo. Intenté abrir la puerta que daba al patio pero me fue imposible. Habíamos quedado completamente atrapadas por los tentáculos de aquella extraña criatura vegetal. En el silencio comencé a percibir una respiración. Estaba segura de que no era la de mi hija. Se la oía un tanto ronca, estrepitosa. Adrián trabajaba.  A los gritos comencé a pedir ayuda.  Primero vino la vecina de al lado. Al comprobar la situación, se retiró asustada y volvió media hora después con los bomberos y con otros vecinos. Todos portaban sierras, corta fierros y todo tipo de artefactos que pudieran servir para podar la planta bestial.
Ahora bien, a esta altura del relato ustedes, lectores, se preguntarán por qué permitimos que esto ocurriera, por qué dejamos que el crecimiento de la planta llegara a esas instancias. La verdad es que no sabría responder estas preguntas de manera contundente. Sólo podría agregar en nuestra defensa que éramos realmente muy humildes, a veces no teníamos, literalmente hablando, ni para comer. La planta, en ese sentido, ostentaba, todo el tiempo una abundancia, una prosperidad con la que, en verdad, queríamos sintonizar. Nos daba lástima cortarla. Aparte, las calabazas eran exquisitas y, sin bien las donábamos, no faltaba el pariente bondadoso que nos daba alguna mínima retribución monetaria por  cada ejemplar.
Aquella mañana, la hazaña, aunque fue ardua, llevó más de cuatro horas, resultó exitosa.. Finalmente lograron podar la planta por completo y todos se pudieron llevar calabazas maduras y ricas. Cuando Adrián llegó del trabajo, el patio lucía increíblemente limpio, sin un mínimo vestigio de verdor. Volvió a crecer en él sólo algo de gramilla. Nosotros nos propusimos ir manteniéndolo siempre así, y a la perrita, la terminamos regalando…

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